Cuando Fischer se convirtió en Bobby

El pequeño adolescente miró el tablero y estudió su situación: aún no entendía.
Del otro lado, a una mesa de distancia, estaba sentado su oponente con una sonrisa en la cara y el brazo estirado hacia él.
“¿Tablas?”, le proponía (ver diagrama) Robert James Fischer -que en ese momento era Bobby sólo para su familia cercana- había jugado 18 veces en esa partida.

Vio los papeles que tenía a su derecha, una serie de hojas pegadas a una tabla de madera con un clip, donde anotó cada movida.
Iba a ser su partido más corto en el torneo.

Estaba en Nueva York, la ciudad que lo cobijaba, a una estación del subterráneo de distancia de su colegio de Brooklyn, el Erasmus High, a un autobús del departamento en el que su madre saciaba ese inagotable apetito por el spaghetti y la Coca Cola.

Estaba jugando por primera vez el torneo de los Estados Unidos de Norteamérica.

Tenía 14 años y 9 meses, y era el más joven de los competidores y aunque nadie había creído demasiado en sus posibilidades al principio, ahora lo miraban con un respeto diferente.

Para llegar a ese punto había sembrado paciencia y destreza ante 12 rivales.

Todos adultos ante el joven adolescente, casi niño, que en cada paso se iba revelando en un prodigio.

Y es que Fischer se negaba a perder, e iba sorteando partidas ante los apellidos ilustres de ese tiempo: Feuerstein, victoria; Seidman, empate; Reshevsky, empate; Bernstein y Bisiguer, victoria; Berliner, empate; Sherwin, Kramer, Lombarda, Byrne, Di Camilio, victorias, por último un empate más ante Arnold Denker.

Invicto, otra hazaña, un nuevo hito más para finalizar como el mejor de su patria.

A su lado, de rodillas, un fotógrafo del New York Times, detrás, respirando demasiado fuerte, un fiscal se aseguraba de que no hubiera irregularidades.

Enfrente, la mano y el brazo, y la cara expectante y la palabra que flotaba: “¿Tablas?”.

El dueño de la mano, brazo y la cara era, por supuesto, otro ajedrecista: Abe Turner, que llevaba viviendo 32 años y jugando unos 22.
Fischer vaciló. Sonrió a medias. Se vio esa playera rayada, de manga corta y colores vivos, que su madre lo había obligado a vestir.
Y su cabeza arrancó a 100 kilómetros por hora.

“Por qué me ofrece tablas??, por qué quiere empatar??, esto recién empieza, puede ser de cualquiera, ya jugamos dos veces antes, y él ganó las dos veces, es mejor que yo y esto no está definido, ni mucho menos, él puede ganarme pero quiere empatar, pero si empatamos yo seré campeón, campeón estadounidense, campeón nacional y nunca le gané todavía, y podría perder, y no quiero perder, quiero y puedo ganarle, pero en este caso el empate es como una victoria, y no puedo dejar pasar esto, casi no puedo creerlo aunque él tampoco quiere perder”.
En ese momento levantó la cabeza y sonrió.

Pensó en sus últimos dos premios: 750 dólares por ser campeón juvenil, en Cleveland; una tostadora por ganar un campeonato Sub 16, ¿cuál será el premio esta vez?
Habría preferido estar de traje, como su rival, para salir mejor en las fotos.

Pensó en lo que se había esforzado por comportarse como un hombre, él que era apenas un niño, en todo lo que cuidó sus modales y su orden, siendo un desordenado.

Estiró la mano y afirmó lo que el otro preguntaba: “Tablas”.
El premio resultó muy grande : torneos internacionales, viajes al mundo comunista (esa victoria lo clasificó a un torneo en Portoroz, Yugoslavia), interés cada vez más feroz de los periodistas, euforia del público, invitación a programas de TV, fama mundial.

Ese medio punto lo convirtió en el campeón estadounidense más joven de la historia.

Fue un 8 de enero de 1957, hace más de 60 años y fue a partir de ese momento -de ese exacto momento, de ese estirar la mano, mirar la cara, decir la palabra-, que Robert James Fischer se volvió solamente Bobby.

Con 14 años y 9 meses y un coeficiente intelectual de 184, más una obsesión absoluta por el ajedrez y sus formas. .

Con una madre y sin un padre, con una hermana, con rivales que le llevaban 20 años, con su talento, con su carisma, con su locura.
Se transformó en Bobby, para siempre.

Solución al problema de la semana pasada : Ta1 y las negras no pueden coronar ningún peón por lo que acuerdan tablas.

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